“Este soy yo, un activista por la paz”

Uganda acoge a 1.037.400 sudsudaneses en diferentes campos de refugiados, siendo el tercer país del mundo que recibe más personas

21 de febrero de 2020

Organizaciones internacionales entregan mensualmente sacos de maíz. / Campo de refugiados Bidi-Bidi, agosto 2019.

Foto: Txell Prats

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Maria Colom González es periodista freelance. Actualmente, también forma parte del equipo de Petits Detalls en España.

Lodonga, Uganda, (agosto 2018)

Isaac sujeta su teléfono móvil con las dos manos. Ya forma parte de él. Es su herramienta de trabajo y su esperanza. Con él, graba y edita los vídeos que luego comparte en su canal de YouTube y su página de Facebook. En la carcasa negra del aparato, escrito con tinta permanente blanca, se puede leer De Peace Child (El niño de la paz). “Este soy yo, un activista por la paz”, se presenta mientras señala la pared del gallinero que ha construido al lado de su casa. Con la misma caligrafía y también de color blanco, se descifra Being a peace activist is my work in my community (Ser un activista por la paz es mi trabajo en mi comunidad). Este es el mensaje que quiere dar con sus vídeos y de lo que trata su lucha: de una paz que no llega en su tierra, Sudan del Sur, y de cómo los jóvenes pueden promoverla en su hogar ahora, el campo de refugiados de Bidibidi, en el noroeste de Uganda.

“Llegué a este campo en septiembre de 2016”, empieza a narrar Isaac. En julio de ese mismo año, decidió marcharse de Morobo, su pueblo natal en Sudán de Sur y que hace frontera con República Democrática del Congo, para ir a Yuba, la capital del país. “Allí la situación no era mejor, por lo que decidí irme a Uganda. En Koboko, ciudad de referencia al lado del campo, esperé durante un mes a las personas que llegaban de Sudán del Sur. Sabía que mi familia vendría, pero no sabía cuándo porque no tenía manera alguna de comunicarme con ellos. A finales de octubre llegó mi padre con mi mujer y mis dos hijas, y en marzo de 2017 llegó mi madre con mis hermanos”.

A sus 26 años y ahora ya padre de dos niñas, de seis y tres años, y un niño de siete meses, Isaac se hace cargo de toda su familia. Está pagando la educación secundaria de su hermano, de 20 años, en Koboko, porque en el campo solo tienen acceso a escuelas de educación primaria. “Mi padre, Elijah, tiene 62 años y está estudiando ahora séptimo de primaria porque quería que aprendiera a leer y escribir. Mi tío también está en sexto”, comenta entre risas mientras asegura que están disfrutando mucho su vuelta al colegio. Isaac considera la educación como su única esperanza porque “te permite diferenciar entre lo que está bien y lo que está mal. Los jóvenes están ciegos sin educación y los políticos pueden confundirte y convencerte para matar y morir”.

Desde que estalló la guerra en Sudán del Sur en 2013, más de dos millones y medio de personas han abandonado el país. Según los informes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Uganda acoge a 1.037.400 sudsudaneses en diferentes campos, siendo el tercer país del mundo que recibe más personas, sumando ya 1,2 millones. Actualmente Bidibidi es el mayor campo de refugiados, en extensión, del mundo y viven en él 300.000 sudsudaneses que, en su mayoría, llegaron entre julio y noviembre de 2016. Dispone de una superficie de 62,2 km2 ocupada por viviendas de barro y paja y 171,8 km2 que se destinan a la agricultura.

El gobierno ugandés ha promovido unas políticas de acogida que permiten a las personas refugiadas establecerse como en su tierra natal. A su llegada a Bidibidi, los sudsudaneses reciben dos parcelas de tierra, una para que puedan construir la casa, la cocina, una letrina y un pequeño jardín para cultivar; y otra extensión más grande también para poder cultivar y alimentarse o para empezar pequeños negocios relacionados con la agricultura. Más recientemente, también han recibido un carné que les permite la libre circulación y conseguir un trabajo en cualquier parte del país.

Mientras algunos niños corretean y juegan a saltar a la cuerda, Isaac muestra con orgullo la nueva casa de ladrillos artesanales que está construyendo para poder vivir con toda su familia. Ya hace algún tiempo que las tiendas de plástico que las grandes oenegés internacionales entregaron en un primer momento de emergencia dieron paso a casas estables y pequeños jardines cultivados. Las escuelas y centros comunitarios empiezan a vislumbrarse como tales y los mercados y los pequeños colmados ocupan las calles ofreciendo una cierta cotidianidad propia de otras zonas de Uganda. Isaac vive en el village número 10 de la zona cuatro, pues el campo se encuentra dividido en cinco zonas, cada una con diferentes pueblos y espacios destinados a la agricultura.

“Decidí marcharme de Sudán del Sur por seguridad. Mi pueblo está completamente destruido y no disponemos de educación ni sanidad”, cuenta Isaac sobre cómo le afectó la guerra que empezó en 2013 y que desestabilizó el país tras haber logrado la independencia de Sudán en 2011. En ese año, el sur se convirtió en el estado número 54 del continente, pero la paz apenas duró dos años. Las tensiones entre el presidente Salva Kiir, de la etnia dinka, y el que por entonces era su vicepresidente, Riek Machar, líder nuer, resurgieron; tensiones que nacieron durante el período colonial cuando un gobierno indirecto liderado por el Reino Unido se dedicó a promover ciertas élites. En 2013, el ejército del gobierno de Kiir empezó a atacar a los pueblos minoritarios del sur, acusándolos de ser rebeldes, destruyendo y quemando tierras, matando y violando a mujeres.

“En Sudán del Sur llevamos ya muchas guerras que han pasado de padres a hijos durante demasiadas generaciones. Los políticos están constantemente peleando por el control del poder y el dinero”, narra el activista, pues Sudán ha encadenado guerras desde 1956, año en que el país dejó de ser una colonia de dominio anglo-egipcio. Ya desde antes de su independencia en 2011, el país estaba en el centro de todas las miradas porque la frontera que limita el norte del sur está plagada de enclaves petroleros que atrajeron el interés de las grandes potencias internacionales. “Pero la paz no llegará pronto; no tengo ninguna esperanza. Para mí, la paz es poder vivir libre, sin tortura ni censura y donde todo el mundo respeta los derechos humanos”.

El niño de la paz, aunque le gustaría, nunca pudo ir a la universidad, pero en Sudán del Sur trabajaba de profesor de educación secundaria y de periodista en una radio local. Asegura que no va a rendirse con su lucha. “Antes locutaba las noticias y presentaba un programa para jóvenes”. Ahora, a través del Hope Youth Group, el grupo que ha creado en las redes sociales, y también a través de la música reggae y afropop que ha empezado a componer, pretende recuperar lo que ya hacía en su país, educar a los jóvenes para que conozcan sus derechos y promover la paz.

Coming soon.

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